En
primer lugar, el intérprete de las Escrituras, -y, en realidad, de cualquier
libro que sea,
-debe
poseer un, a mente sana y bien equilibrada; ésta es condición indispensable, pues
la
dificultad
de comprensión, el raciocinio defectuoso y la extravagancia de la imaginación,
son
cosas
que pervierten el raciocinio y conducen a ideas vanas y necias. Todos esos
defectos, -y aun
cualquiera
de ellos,- inutiliza al que los sufre para ser intérprete de la Palabra de
Dios.
Un
requisito especial del intérprete es la rapidez de percepción. Debe gozar del
poder de asir el
pensamiento
de su autor y notar, de una mirada, toda su fuerza y significado. A esa rapidez
de
percepción
debe ir unida una amplitud de vistas y claridad de entendimiento prontos a
coger no
sólo
el intento de las palabras y frases sino también el designio del argumento. Por
ejemplo: al
tratar
de explicar la Epístola a los Gálatas, una percepción rápida notara el tono
apologético de
los
dos primeros capítulos, la vehemente audacia de Pablo al afirmar la autoridad
divina de su
apostolado
y las importantes consecuencias de sus pretensiones. Notará, también, con
cuánta
fuerza
los incidentes personales a que se hace referencia en la vida y ministerio de
Pablo entran
en
su argumento. Se apreciará vivamente la apasionada apelación a los
"¡gálatas necios!", al
principio
del capítulo tercero y la transición natural, desde ese punto a la doctrina de
la Justificación.
La variedad de argumento y de ilustración en
los capítulos tercero y cuarto, y la
aplicación
exhortatoria y los consejos prácticos de los dos últimos capítulos también
saltarán a la
vista;
y entonces, la unidad, el intento, y la derechura de toda la epístola estarán
retratados ante el
ojo
de la mente como un todo perfecto, el que se irá apreciando más y más, a medida
que se
añada
atención y estudio a los detalles y minucias.
El
intérprete debe ser capaz de percibir rápidamente lo que un pasaje no
enseña, así
como
de abarcar su verdadera tendencia.
Un
intelecto vigoroso no estará desprovisto de poder imaginativo. En las
descripciones
narrativas
se deja lugar para mucho que no se dice, y abundan hermosos pasajes en las
Escrituras
que
no pueden ser debidamente apreciados por personas carentes de poder
imaginativo. El intérprete fiel frecuentemente debe transportarse al pasado y
pintar para su propia alma las escenas de los tiempos antiguos. Debe poseer una
intuición de la naturaleza y de la vida humana que le permita clocarse en lugar
de los escritores bíblicos y ver y sentir como ellos. Pero, a veces, ha acontecido
que los hombres dotados de mucha imaginación han sido expositores poco seguros.
Una
fantasía exuberante se halla expuesta a errar en el juicio, introduciendo
conjeturas y
fantasías
en lugar de exégesis válida. La imaginación corregida y bien disciplinada se
asocia al
poder
de la concepción y del pensamiento abstracto, hallándose así en aptitud de
formar, si se le
piden,
hipótesis para usarlas en ilustraciones o en argumentos.
Pero,
-sobre toda otra cosa, un intérprete de las Escrituras necesita un criterio
sano y
sobrio.
Su mente
debe tener la competencia necesaria para analizar, examinar y comparar. No
debe
dejarse influir por significados ocultos, por procesos espiritualizantes ni por
plausibles
conjeturas.
Antes de pronunciarse, debe pesar todos los pro y los contra de alguna posible
interpretación;
debe considerar si sus principios son sostenibles y consecuentes consigo
mismos;
debe
balancear las probabilidades y llegar a conclusiones con las mayores
precauciones posibles.
Es
dable entrenar y robustecer un criterio semejante, un discernimiento lleno de
fina
observación,
y no debe economizarse trabajo en constituirlo en un hábito de la mente, tan
seguro
como
digno de confianza.
Los
frutos de semejante discernimiento serán la corrección y la delicadeza. El
intérprete
del
libro sagrado hallará la necesidad de estas cualidades para descubrir las
múltiples bellezas y
excelencias
esparcidas en rica profusión por sus páginas. Pero tanto su gusto como su
criterio
deben
recibir la instrucción necesaria para discernir entre los ideales verdaderos y
los falsos. La
honestidad
a toda costa, así como la sencillez de la gente del mundo antiguo, hieren
muchos
tontos
refinamientos de la gente moderna. Una sensibilidad exagerada halla, a veces,
motivos
para
ruborizarse por algunas expresiones que en las Escrituras aparecen sin la más
mínima idea
de
impureza. En tales casos, el gusto correcto leerá de acuerdo con el verdadero
espíritu del
escritor
y de su época.
En
la interpretación de la Biblia, en todas partes hallamos que se da por sentado
que ha de
hacerse
uso de la razón. La Biblia viene a nosotros en la forma del lenguaje humano,
apela a
nuestra
razón y juicio; invita a la investigación y condena una incredulidad ciega.
Debe ser
interpretada
como cualquier otro volumen, mediante una rígida aplicación de las mismas leyes
del
lenguaje y el mismo análisis gramatical. Aun en aquellos pasajes de los que
puede decirse
que
se hallan fuera de los límites a que alcanza la razón, en el reino de la
revelación sobrenatural,
compete
al criterio racional el decir si realmente la revelación de que se trata es
sobrenatural. En
asuntos
que están más allá del alcance de su visión, puede la razón, con argumentos
válidos,
explicar
su propia incompetencia y por la analogía y diversas sugestiones demostrar que
hay
muchas
cosas que están fuera de su dominio, las que, a pesar de ello, son verdaderas y
enteramente
justas, ,y deben aceptarse sin disputas. De esta manera la razón misma puede
ser
eficaz
para robustecer la fe en lo invisible y eterno.
Pero
es conveniente que el expositor de la Palabra de Dios cuide de que todos sus
principios
y sus procedimientos de raciocinio sean sanos y tengan consistencia propia. No
debe
colocarse
sobre premisas falsas. Debe abstenerse de dilemas que acarrean confusión. Sobre
todo,
debe
evitar el precipitarse a establecer conclusiones faltas del debido apoyo. No
debe jamás dar
por
sentado lo que sea de carácter dudoso o esté en tela de juicio. Todas esas
falacias lógicas
deben,
necesariamente, viciar sus exposiciones y constituirle en un guía peligroso. El
empleo
correcto
de la razón en la exposición bíblica se hace visible en el proceder cauteloso,
en los
principios
sólidos adoptados, en la argumentación firme y concluyente, en la sobriedad del
ingenio
desplegado y en la integridad honesta y llena de consistencia propia mantenida
en todas
partes.
Semejante ejercicio de la razón siempre se hará recomendable a la conciencia
piadosa y al
corazón
puro.
En
adición a las cualidades que hemos mencionado, el intérprete debiera ser
"apto para
enseñar"
(2 Tim. 2: 24). No sólo debe ser capaz de entender las Escrituras sino también
de
exponer
a otros, en forma vívida y clara, lo que él entiende. Sin esta aptitud, todas
sus otras dotes
y
cualidades de poco o nada le servirán. Por consiguiente, el intérprete debe
cultivar un estilo
claro
y sencillo, esforzándose en el estudio necesario para extraer la verdad y la
fuerza de los
oráculos
inspirados de manera que los demás los entiendan fácilmente.
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