
Valorar
la autoestima sólo por lo externo, a pesar de ser un punto de vista parcial,
está cada vez más en boga: vales por lo que tienes, por lo que aparentas. No
importa en realidad lo que eres.
Quizá por
eso, con frecuencia, la autoestima aparece "sobreestimada", y es cada
vez más difícil de lograr.
En un
ambiente así, son los adolescentes quienes -quizá- lo tienen más difícil, ya
que por definición, no se conocen a sí mismos, y dependen de los valores que se
les presentan para poder juzgar lo correcto o incorrecto de sus actuaciones.
Cuando abunda la trivialización de la vida
(a través de modas y modelos más bien desafortunados), se vuelve todavía
más complicada la superación exitosa de la adolescencia.
Nadie
puede descubrirse a sí mismo sin entrar en relación con los otros, sin catar
cómo es él o ella y compararse con lo que los demás esperan que sea. Pero esos
otros, sus amigos, su "mundo", su familia ¿de dónde sacan las ideas
de cómo debe ser alguien "normal"? De lo que se refleja en la opinión
pública que, a grandes rasgos, está constituida por los valores que se cotizan
en la familia, la escuela, la Iglesia y -¡como no!- en los medios masivos de
comunicación: televisión, cine, revistas, prensa escrita, etc.
Preguntémonos,
pues, ¿cuál es el inventario de valores que la mayoría de los adolescentes
parece tener hoy en sus mentes? ¿Cuáles son los modelos que imitan, y por qué
los imitan? ¿En qué espejo se miran? ¿Quiénes son sus héroes, sus prototipos,
sus ídolos.?
Hace unos
días conocí los resultados de una investigación, publicados por un psiquiatra
español, en el que destaca que, entre hombres y mujeres adultos, los rasgos más
valorados hoy en día son aquellos que hacen referencia a cualidades físicas, a
la personalidad y al sentido del humor. Mientras que la inteligencia, las
cualidades morales o la coherencia de vida prácticamente no aparecen.
En el
caso de los varones adolescentes se destaca cómo todos tienen afán por
sobresalir en algún deporte, de tener cuanto antes un cuerpo de adulto (alto,
musculoso y bien proporcionado); todos buscan la posibilidad de ganar -con el
menor esfuerzo posible.-, alguna cantidad de dinero, de caer bien a las
muchachas y ser populares. Y en cuanto a las adolescentes, quizá el valor que
más interesa es el de responder a los patrones populares de belleza (han de ser
guapas o, al menos, parecerlo), comprendiendo erróneamente que la apariencia
agradable les abrirá todas las puertas de la vida.
En todos
los casos: hombres y mujeres, adultos y adolescentes, el valor de la imagen
(primero el tipo, luego el rostro, luego el cuerpo), ha ido cobrando una
importancia cada vez mayor en esta sociedad nuestra. La personalidad se percibe
como un valor de segunda clase, la inteligencia como un rasgo menor, el ser
responsable y buen trabajador -a veces-, puede incluso estar mal visto.
Todo esto
arriesga a los adolescentes a enfrentarse con tres grandes peligros: en primer
lugar la dificultad de lograr una autoestima adecuada, al pretender buscar
solamente valores externos, físicos o superficiales; sin caer en cuenta de que
la adolescencia es la etapa de los grandes ideales, de soltar amarras y dirigir
la nave de la propia vida a un puerto que valga la pena. En segundo lugar, al
desconocer en qué aspectos fundamentan los demás su propia autoestima, pueden
perder la posibilidad de buscar los valores que de verdad humanizan. Y,
en último término, al vincular en exceso las características del propio género
con aspectos superficiales o secundarios, se corre el riesgo de caer en una
crisis personal de identificación consigo mismo o consigo misma.
Quizá por
eso hay tantos y tantas empeñados en encontrar su autoestima perdida. O en
vender su dignidad por unos pocos billetes para poseer, o para hacer hasta lo
imposible por bien parecer físicamente.
Y sin
duda, por eso, los adolescentes suelen ser presa fácil de los mercaderes de
imagen, de aquellos que venden superficialidad y frivolidad.
La
autoestima es, en realidad, producto del autoconocimiento,
valoración de las propias cualidades y consecuencia de haber encontrado un
norte seguro hacia el que orientar los pasos. Y ¿cómo no? De caminar hacia la
meta, esforzarse, luchar; hasta lograr que se valore la lucha y no solamente
los resultados.
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